Primer día

Duermo bien y sueño mucho. Me levanto, agarro el jarrito de metal, prendo el calentador, hiervo agua y me preparo un café. Le agrego dos cucharadas de leche en polvo y me como las galletitas que compré anoche en el mercado El Abasto. Es el momento de actuar. Me baño, me pongo las bermudas, las chanclas que compré en el centro de la ciudad, desodorante, perfume y salgo en busca del éxito.

Voy al centro gráfico de la costa. Adelante están las oficinas y en el fondo los talleres. Camino por el patio y entro a un gran cuarto lleno de máquinas vigiladas por un operario. Al costado hay una repisa con los cuatro colores mágicos. El encargado se acerca y me muestra los diarios, ya están impresos pero hay que ordenarlos. Apilo las hojas en una escuadra de madera, cuento una, dos y las doblo. Otro muchacho les pone un gancho para que cada diario quede bien armado.

Se hace medio día y almorzamos un menú que pidieron en el comedor de la esquina. Todos los muchachos que trabajan me preguntan de Argentina, del fútbol, las mujeres y el tango. Terminamos de armar los diarios, los meto en una caja y me voy al centro.

Estaciono a media cuadra de la plaza Bolívar. Abro el mapa de Sudamérica sobre el capó y apoyo unos libros de otros viajeros para que no se vuele. Abro la carpeta con las notas de los diarios y... espero...

Empiezo a vender. La señora de la joyería de enfrente me pide uno, el viajero Alemán, los turistas argentinos recién casados y todos los que van camino a la plaza quieren saber de que se trata lo que estoy vendiendo. Una chica pasa de largo, le pregunto si quiere un diario, se da vuelta, regresa y saca el doble de plata del precio sugerido. Agarra uno y se va. Se acercan charlatanes y curiosos. Se pasa la tarde.

Es de noche. Para ser el primer día vendí muy bien. Me subo a la nave y me vuelvo al parqueadero.